Mizoguchi relata un cuento de ambición y codicia en el Japón feudal, que funciona a modo de fábula fantasmagórica, parecido al estilo que usaría Charles Laughton dos años después para dirigir su única película, pero en el caso de la que nos ocupa, una atmósfera tétrica se apodera de la obra a partir de cierto punto de la misma, y te hace templar en el asiento. El ambiente que crea el maestro japonés se debe en parte a la banda sonora que utiliza, que consigue transmitir esa sensación de nerviosismo que te invade durante ciertos momentos de la película. Además, Mizoguchi introduce y coordina espléndidamente elementos sobrenaturales, en forma de fantasmas, mayormente, que casan perfectamente con la historia que se está contando y contribuyen a darle ese toque mágico. Sin embargo, el apartado fotográfico es el que merece un mayor ensalce, ya que la película es una bellísima representación del arte.

No olvidemos que, como en todo cuento, al final hay una moralina, referente precisamente a la avaricia que los protagonistas demuestran durante el transcurso de la obra. Lo difícil de asimilar es cómo Mizoguchi contrasta este ambiente tétrico y lúgubre, complementado con fantasmagóricas apariciones, con esa historia aparentemente simple, que también nos da una mirada cruda del Japón del siglo XVI. La pura realidad se mezcla con lo sobrenatural, de tal manera que las dos caras quedan perfectamente reflejadas. El resultado de esa mezcla es magia, y ante eso hay que rendirse. Rendirse a los pies del maestro Mizoguchi.
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