"Cuentos de la luna pálida de agosto": Avaricia












Es curioso cómo una obra maestra como lo es este film, se pueda enunciar como un cuento, como así lo hace su traducción al castellano. Cuentos de la luna pálida de agosto es una de esas películas en las que no todo el mundo entra, pero los que lo hacen, no son capaces de quitársela de la cabeza. El elemento que provoca esto no está al alcance de todos los cineastas, por una simple cuestión de talento, y dicho factor es el de la magia. Magia pura y dura es lo que desprende Ugetsu Monogatari, y ni la más perfecta de las películas puede luchar contra eso. Es algo que cautiva, enamora y embelesa, te deja una sensación interna de haber presenciado algo maravilloso.


Mizoguchi relata un cuento de ambición y codicia en el Japón feudal, que funciona a modo de fábula fantasmagórica, parecido al estilo que usaría Charles Laughton dos años después para dirigir su única película, pero en el caso de la que nos ocupa, una atmósfera tétrica se apodera de la obra a partir de cierto punto de la misma, y te hace templar en el asiento. El ambiente que crea el maestro japonés se debe en parte a la banda sonora que utiliza, que consigue transmitir esa sensación de nerviosismo que te invade durante ciertos momentos de la película. Además, Mizoguchi introduce y coordina espléndidamente elementos sobrenaturales, en forma de fantasmas, mayormente, que casan perfectamente con la historia que se está contando y contribuyen a darle ese toque mágico. Sin embargo, el apartado fotográfico es el que merece un mayor ensalce, ya que la película es una bellísima representación del arte.







No olvidemos que, como en todo cuento, al final hay una moralina, referente precisamente a la avaricia que los protagonistas demuestran durante el transcurso de la obra. Lo difícil de asimilar es cómo Mizoguchi contrasta este ambiente tétrico y lúgubre, complementado con fantasmagóricas apariciones, con esa historia aparentemente simple, que también nos da una mirada cruda del Japón del siglo XVI. La pura realidad se mezcla con lo sobrenatural, de tal manera que las dos caras quedan perfectamente reflejadas. El resultado de esa mezcla es magia, y ante eso hay que rendirse. Rendirse a los pies del maestro Mizoguchi.

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