La voluntad haciendo trinchera al día a día que nos
desgasta, a la rutina que mata nuestras ganas. Al final, es sólo un pulso más
que ganarle a la vida.
Nos encontramos ante una película que, de primeras, parece
un tributo al cine clásico. No me refiero a ningún tipo de pretensión artística
ni intelectual (ni creo que sea eso lo que busca un director como Béla Tarr,
que se ha alejado de los cánones de sus contemporáneos), sino a algo más
simple: está rodada como si hubiese sido hecha en el siglo pasado. No es
el blanco y negro, sino también los efectos especiales que, siendo suaves, se podrían tildar de
clásicos. Además, su banda sonora, a cargo del genial Mihály Vig (¡qué genio!)
también trae reminiscencias de un pasado cinematográfico en el que la música no
acompañaba a las imágenes, sino que la misma se hacía un hueco propio en el
corazón del espectador.
La película en sí es muy disfrutable, amena en su sencillez.
Esta sobriedad está en toda la dirección, e incluso la misma historia peca
de ser un poco “simple”. Sin embargo, lejos de aburrir, logra causar fascinación con
lo cotidiano.
Es una oda a la vida, pero la vida de los 365 días al año. A veces pasa con la rapidez y el calor de un meteorito, y otras se
convierte en una prisión en la que cada segundo encierra una eternidad, y en la que no sucede nada más que el simple existir.
Al final, cuando todos los vívidos y fugaces momentos
desaparezcan, sólo nos quedará seguir adelante. Como ese caballo que tira de un
carro diariamente, sin preguntarse el porqué de su propia existencia, sin
desear ni aspirar nada. Sólo resignarse, avanzar a través de la bruma y el
polvo hasta que todo se oscurezca.
Quizás por eso Nietzsche no pudo contenerse al ver un caballo padeciendo castigos. Quizás al fin había encontrado, en el fondo de
aquel animal, al nihilista de verdad.
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