"Un hombre que duerme": Algo se ha muerto


Hay determinados momentos en la vida de un hombre en los que debe detenerse. Mirar hacia delante y hacia atrás. Hacer balance, crear un punto de inflexión. Cambiar. Esta película da comienzo con uno de ellos y, sin embargo, el protagonista no es capaz de avanzar, de evolucionar. Atacado por una fuerte desidia, se desliga de sus quehaceres y de su papel. Se refleja en un espejo roto, mientras que un hombre se observa a sí mismo desde la pared. Se alude a una división entre el “yo” que continúa existiendo en, digamos, un mundo en movimiento, y el otro “yo” que está atascado, al que acompañaremos hasta el final.

La acción corre a cargo de una narradora femenina que, más que actuar de manera omnisciente para cohesionar los actos con los pensamientos, hace un reproche constante a nuestro protagonista, al que tutea con gran desencanto. Esto aporta ritmo a la narración, pero quizás sea algo innecesario que, a la larga, pueda llegar a cansar: retiene toda la concentración del espectador, haciendo que este no disfrute en sí del conjunto. Es, en definitiva, una molestia a la hora de apreciar los bellos planos y movimientos de cámara.

Y es una pena, porque la historia es fácilmente apreciable y parece diseñada sin ningún hueco que haga necesaria esa voz narradora. Es como si el director no se fiase de su propia obra. O lo que sería peor, quisiera afearla aposta. Veo este despotismo en el protagonista cuando se escapa al mundo exterior, y la cámara se mueve rápido y se emborrona, como si nada de lo que sucediese a su alrededor tuviese importancia.

Personalmente pienso que la vida no está carente de interés y, valga la redundancia, de importancia. Como tampoco lo está esta película, aunque se nos quiera hacer creer que es así. Todos hemos comenzado alguna vez una crisis existencial con las mismas reflexiones, sobre la importancia de lo que hacemos o de lo que somos. Hay crisis a pequeña escala que nos atacan en los momentos más mundanos, que entran sin avisar por la puerta de lo cotidiano y merman nuestras ganas de vivir. Un ejemplo de esto es el momento de levantarse a por el mando de la tele: estás cómodamente sentado en tu sofá, en tu pequeño paraíso terrenal, y sientes la imperiosa necesidad de cambiar de canal. En ese momento, tu mente se divide entre “lo que debo hacer” y “lo que quiero hacer”. Estás paralizado. Tienes miedo al futuro. A la vida. Por no querer no quieres ni pensar, ni sentir. Tu mente hace stop y no vuelve a arrancar.

Son momentos muertos de existencia, tan carentes de vitalidad como de interés artístico. No hacer nada no significa nada. Es morir en vida. Y quizás sea la única muerte inútil. Como este visionado.



0 comentarios:

Publicar un comentario

Con la tecnología de Blogger.