Hay determinados momentos en la vida de un hombre en los que
debe detenerse. Mirar hacia delante y
hacia atrás. Hacer balance, crear un punto de inflexión. Cambiar. Esta película
da comienzo con uno de ellos y, sin embargo, el protagonista no es capaz de
avanzar, de evolucionar. Atacado por una fuerte desidia, se desliga de
sus quehaceres y de su papel. Se refleja en un espejo roto, mientras que un hombre se observa a sí mismo desde la pared. Se alude a una división entre el “yo” que continúa existiendo en,
digamos, un mundo en movimiento, y el otro “yo” que está atascado, al que
acompañaremos hasta el final.
La acción corre a cargo de una narradora femenina que, más
que actuar de manera omnisciente para cohesionar los actos con los
pensamientos, hace un reproche constante a nuestro protagonista, al que tutea
con gran desencanto. Esto aporta ritmo a la narración, pero
quizás sea algo innecesario que, a la larga, pueda llegar a cansar: retiene
toda la concentración del espectador, haciendo que este no disfrute en sí del
conjunto. Es, en definitiva, una molestia a la hora de apreciar los bellos
planos y movimientos de cámara.
Y es una pena, porque la historia es fácilmente apreciable y
parece diseñada sin ningún hueco que haga necesaria esa voz narradora. Es como
si el director no se fiase de su propia obra. O lo que sería peor,
quisiera afearla aposta. Veo este despotismo en el protagonista cuando se
escapa al mundo exterior, y la cámara se
mueve rápido y se emborrona, como si nada de lo que sucediese a su alrededor
tuviese importancia.

Son momentos muertos de existencia, tan carentes de
vitalidad como de interés artístico. No hacer nada no significa nada. Es morir en vida. Y quizás sea la
única muerte inútil. Como este visionado.
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